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Ciudad de México, a 8 de septiembre de 2064.

Estaba disfrutando de un puro y una copa de vino en mi terraza, celebrando la venta de una casa por 1.2 millones de cripto dólares a Alberto, un pariente lejano. Reflexionaba sobre lo fácil que es hoy en día realizar una venta por la red, sin riesgo de fraude. Hace cuarenta años, cuando los delincuentes se escudaban en el anonimato, los fraudes eran comunes, por lo que solo confiabas en los grandes monopolios. Ahora, para registrarte, necesitas validar tu identidad, huella dactilar, registro familiar y detallar aspectos clave de tu vida profesional, educativa y personal.

Alberto vio las fotos de la casa y me contactó ayer por la red comunitaria. Me pidió hacer un handshake. Cuando uno acepta el handshake, ambos ven el perfil de la otra persona con su fotografía. Una vez que quien hizo la llamada revisa el perfil y está listo, confirma el handshake, y entonces comienza la videollamada. Alberto es una persona muy agradable. Le di todos los detalles de la casa y le envié el contrato inteligente. Ayer mismo visitó la casa, y hoy aceptó el contrato, enviando el pago al vendedor y, a mí, la comisión.

Estaba pensando en esto cuando me llegó un mensaje de otro cliente interesado en un departamento. Me pedía hacer un handshake. Acepté el handshake, y de repente sentí como si me hubieran echado un balde de agua fría. El interlocutor se llamaba Ricardo. No reconocía su nombre, pero su cara me era familiar. Me asusté aún más porque pasaron varios segundos y no confirmaba el handshake. A Ricardo lo atropellé hace cuarenta años, cuando yo era un idiota de 20 años.

En la fotografía, Ricardo tenía una cicatriz que iba desde el ojo hasta el centro del mentón, pasando por el labio. De inmediato, me vino a la mente la escena. Iba muy rápido en el coche, a medianoche. No frené en un paso peatonal, lo arrollé, y cayó de cara contra el parabrisas, rompiéndolo. Asustado, puse reversa para que cayera al suelo y me escapé. Dejé el carro a unas cuadras de mi casa y al día siguiente fui a cambiar el parabrisas en la colonia Buenos Aires, donde vendían piezas robadas. En aquellos tiempos, las redes no te rastreaban. Si lo hubieran hecho, me habrían arruinado la vida.

Finalmente, Ricardo confirmó el handshake. Solo pasaron noventa segundos, pero para mí fueron una eternidad. Esperaba su reproche, y tal vez pagar con cárcel por haberle arruinado la vida. Para mi sorpresa, me saludó efusivamente:

“¡Roberto, eres el mago de los bienes raíces! Todas tus propiedades son premium, con precios razonables, y sabes ubicar a tu clientela. Además, he visto que eres un tzadik, un santo, que ayudas mucho a la comunidad. Veo que el auditorio del colegio Tarbut lleva tu nombre. Un filántropo es un gran hombre… o alguien que quiere expiar sus culpas.”

Soltó una carcajada, dejando claro que estaba bromeando.

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